Entré
en el primer estado de alarma con La madre de Frankenstein, de
Almudena Grandes (Tusquets, 2020). Lo recuerdo bien porque me había
puesto con él en vísperas de la manifestación del 8 de marzo y
porque, recién regresado de ésta – de la de Palma- quiso la
casualidad (o esa circunstancia mágica de los libros cuando se las
ingenian para llamarte la atención en el momento preciso) que el
psiquiatra Germán Velázquez le estuviera contando en esos momentos
a María Castejón que mientras en el manicomio de Ciempozuelos
celebraban la festividad de San Juan de Dios el 8 de marzo, lo que se
conmemoraba en otras partes del mundo (no en la España franquista,
naturalmente) era el día de las mujeres trabajadoras.
Entré
en el primer estado de alarma enganchado con esta historia (todavía
no sabía de la relación de María Castejón con Mallorca) pero, además, entré a una librería mientras el Consejo de Ministros se
reunía para aprobarlo. Aquel 14 de marzo que ya todo el mundo sabía
que iba a iniciarse un tiempo muy incierto para hacer frente a la
pandemia por el coronavirus me metí en una librería y salí de ella
con Pequeño elogio de la fuga del mundo (Alfaguara, 2019), de
Rèmy Oudghiry y Mary Poppins, de Pamela Lyndon Travers, en
una versión de Alianza Editorial. Mary Poppins, ya saben:
aquel libro de 1934 que luego convirtió Walt Disney en película.
Iba tras el primero, el Pequeño elogio…, desde semanas
atrás. Lo que no podía imaginar es que lo leería en pleno
confinamiento y obligatoriamente fugado del mundo. Y en relación al
segundo, sólo comentar que pasar la Semana Santa de 2020 (los días
del confinamiento más duro) en la calle del Cerezo número 17 ha
sido uno de los placeres del año que se despide. Igual que pergeñar
durante semanas cómo diablos iba a meter la trama del Ulises
de James Joyce en la pandemia. Esperé al 16 de junio (iniciada ya la
desescalada y camino al final del primer tiempo del alarma) para
culminar mi propósito. Pero no contento con eso, compré cuando
abrieron otra vez las librerías una nueva edición (Lumen, en
reimpresión de 2019); me releí el libro de principio a fin,
enloquecí con los signos de puntuación, me perdí entre sus guiones
y paréntesis y subrayé del prólogo de José María Valverde que
“Ulises sería, formalmente, el descubrimiento de una nueva
literatura, el equivalente a la concepción de la relatividad en
física”.
Tengo
claro que este año los libros me han ayudado más que nunca, los que
leí por primera vez o releí y también los que, además de leer, me
leyeron a mí. Es el caso, sin ninguna duda, de El infinito en un
junco (Siruela, 2019), de Irene Vallejo, que me atrapó durante
el segundo estado de alarma en vísperas de las Navidades y es una
maravilla de la primera a la última página. Lo considero el libro
del año de 2020 aunque se publicara el anterior. Si alguien me ve
por la calle el próximo año paseando con la Iliada o la
Odisea en alguna edición que no sea la de los libros de la
colección Auriga de mi infancia, ya podrán intuir quién es la
responsable.
Seguramente
de no ser por la pandemia no me habría puesto con dos títulos a los
que recurrí cuando las librerías todavía estaban cerradas y que
cogí (con permiso de sus guardianes de la sección de Cultura del
periódico) de un armario de la Redacción: Los nombres epicenos
de Améli Nothomb (Anagrama, abril de 2020) y Una vida sin fin,
de Frèderic Beigbeder (también Anagrama, enero de 2020). De este
segundo, sólo recordaré la cita de Mark Twain que coloca al
principio y que fue el señuelo para engancharme cuando se cumplía
el día 46 del estado de alarma: “la diferencia entre la ficción y
la realidad es que la ficción debe ser creíble”. Y todavía
añadía Beigbeder, ya de su cosecha: “¿pero qué hacer cuando la
realidad ya no lo es? Hoy la ficción es más disparatada que la
realidad”. No sé si recomendaría esos libros o no; ni siquiera
aclaré si me gustaron. No los enviaría (eso, nunca) a la hoguera y
quedrarían salvados en el donoso escrutinio aunque perderlos
tampoco supondría un trauma.
De
todos modos (y de eso me he dado cuenta este año), siempre es bueno
no perder ningún libro de vista porque te llamará en el momento
oportuno aunque no lo busques. Ese es el caso de Madame Bovary,
de Flaubert. Me llamó cuando el estado de alarma de marzo había
superado por pocos días los dos meses. Era (bueno, es), una edición
de 1962 (el año que nací yo) de Vergara SA. Versión castellana,
prólogo y notas del catalán Joan Sales. Ese ejemplar, papel biblia
y cubiertas granates, formaba parte de los libros que tenía mi padre
en un mueble que era una estantería con cristales y algo parecido a
un pupitre. Un mueble misterioso en una habitación de techos altos
al que llamábamos ‘el secreter’. Pongamos que la historia de
Emma Bovary estuvo esperándome y haciéndome señas cincuenta años
o más y que no me he enteré hasta el 2020 que se va. Pero, entre
otra muchas razones, sólo por el modo en que el amante Léon Dupuis
elige para seducir a Emma vale la espera: le dice algo así cómo que
se deje envolver por la magia de la ficción, que se recree en
detalles y personajes y se figure que palpitan bajo sus trajes. Que
se meta en las historias vamos. Y ella, la Bovary, le responde “es
verdad, es verdad”. He dicho amante y también me crucé con El
amante de Marguerite Duras, en una edición para la colección de
libros de El País de 2002. Leer aquel principio inolvidable cuando
empezaba en mayo la quinta prórroga: “Un día, ya entrada en años,
en el vestíbulo de un edificio público, un hombre se acercó. Se
dio a conocer y me dijo: ‘La conozco desde siempre. Todo el mundo
dice que de joven era usted hermosa, me he acercado para decirle que
en mi opinión la considero más hermosa ahora que en su juventud, su
rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora,
devastado’”.
Devastado.
Cuántas
veces habré confundido yo realidad y ficción estos meses.Salía por
la mañana a buscar historias que contar al día siguiente en el
periódico y, por la tarde, me metía en las historias que me
llamabana mí. Supongo que, por eso, también me dio por llevar un
dietario, que es lo que tanta gente ha hecho. Jorge Carrión, por
ejemplo. Su Lo viral (Galaxia Gutenberg, 2020) es un falso
diario que te transporta adelante y atrás (en un momento dado, hasta se
cruza con Irene Vallejo, que le presenta en una libreria de Huesca)
y, con sus palabras, con las de Carrión, confirmé algo que intuía,
que “el diario es contradicción y contra dicción, un género
escrito en contra de sí mismo”. Explica Jorge Carrión cómo un
virus desconocido entró por la mañana en el cuerpo de un hombre y
cómo, esa misma tarde, empezó el siglo XXI. Y, claro,eso le lleva a
acordarse de Stefan Zweig y del mundo de ayer.
Tenía
muy pensado cuando iba a sumergirme en El mundo de ayer. Memorias
de un europeo de Stefan Zweig (Acantilado, reimpresión de 2019):
en julio, frente al mar de una playa de Mallorca sin turistas y
recién iniciadas las vacaciones justo once días después de que
terminara el estado de alarma y empezara eso que, entonces, se dio en
llamar ‘nueva normalidad’. Qué mejor momento –me dije y
acerté- que dejarme llevar por la nostalgia de Zweig hacia el
Imperio austrohúngaro y por sus reflexiones sobre cómo la primera
guerra, el periodo de entreguerras y la guerra de después se habían
llevado por delante toda las seguridades que parecían llamadas a
permanecer siempre. Que tras ese título llegara tarde o temprano
(como llegó) el pequeño gran Mendel, el de los libros
(Acantilado, 2009, duodécima
reimpresión de 2020) sólo era cuestión de esperar. Al
fin y al cabo, como cuenta el narrador, “los libros sólo se
escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres
humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda
existencia: la fugacidad y el olvido”.
Este
2020 se
ha reeditado Andrea Víctrix,
de Llorenç Villalonga (AdiA Edicions), que fue Premi Josep Pla 1973
y es la gran novela de ciencia ficción de la literatura en catalán.
Es la memoria de una Mallorca distópica
con el turismo como
dios de la Isla y con
una clase alta y dominante
formada por camareros
y ‘maitres’
de hotel. Había olvidado totalmente que Villalonga empezaba
su historia recordando a
Flaubert cuando dijo ‘Madame Bovary soy yo”. ¿Todavía habrá
quién se resista a admitir que si me dio por volver a Andrea
Víctrix en la distopía de 2020
fue por alguna conjura literaria tramada
en algún cruce del espacio tiempo?
Estaba
con Rewind, de Juan
Tallón (Anagrama, 2020) cuando terminó el primer estado de alarma.
El libro se había
publicado en febrero, el mes anterior a aquel
Consejo de Ministros que lo declaró, e
iba yo por la página 191 (“la
vida se vuelve un disparate sin que te des cuenta, a traición”,
anotaba alguien cuando ya quedaba meridianamente claro por qué un
viernes de mayo se produjo una gran explosión en Lyon que cambió
por completo el rumbo de los personajes de la novela) cuando daban
las 12 de la noche de la jornada 98 del estado de alarma, la última
antes del inicio de un verano que se presentía maravilloso aunque
igual no lo fue tanto. Rewind es
otra de estas historias que se
me quedarán unidas al año
de la pandemia. Más allá de lo que cuenta una novela, siempre
permanecerá
el cómo te sientes – y en
qué estás-
al leerla.
Tendría
que ir acabando pero me
cuesta dejar atrás el año en
que me llamó Madame Bovary, que me enamoré de María Castejón o
descubrí el infinito con Irene Vallejó como si estuviera
cayendo con Alicia tras colarnos por el tronco de un
árbol. Antes habrá
que nombrar a Séneca y a El arte de mantener la calma. Un
manual de sabiduría clásica sobre la gestión de la ira
(Koan, 2020), esa “especie
de locura” que “nos hace darle importancia a lo que no la tiene
en absoluto” y que, en un
año como este, funciona como
un manual para moverse en las redes sociales. Pero también toca
recordar
antes de la despedida un
libro que había empezado a leer a finales de 2019 y cuya lectura fui
completando, intercalándola con otras, durante
los días del confiamiento por el coronavirus. No tiene que ver con
los anteriores salvo que, por su lectura en un año como el que se
acaba, te hace buscar explicaciones más
próximas a todo. Me refiero
a Capital e ideología, de
Thomas Piketty (Deusto-Planeta, 2019). El
liberalismo ha muerto; ya nada es posible fuera del intervencionismo
público y este año de Eres y Ertes lo evidencia
claramente. En un año como
el que termina no podía hacer otra cosa (y lo hice) que buscar
claves de lo que
estaba pasando en La peste, de
Camus, en un ejemplar
(prestado) de Edhasa, traducción de Rosa Chacel, marzo de 2005. Me
he asomado a otros textos, a algunos por simple curiosidad, por ver
cómo iban contando otras
personas lo mismo que
estábamos viviendo el resto.
Casi ninguno es absolutamente prescindible aunque sean sólo algunos
los que te marcarán
y nunca olvidarás.
Todavía
me quedan pendientes algunos de este año, que
me miran – allá, a la
izquierda de donde escribo- con ojos golosos y hasta
oigo cómo
me dicen “cógeme,
ábreme”. Me da que el que
más empeño está poniendo
es Las maravillas,
de Elena Medel (Anagrama, 2020) y empezaré enero con él. Hay otros
que están tranquilamente
en los escaparates de las librerías ajenos
a
que, tarde o temprano, me
haré con ellos. Tendré que ponerme, también, con el primero que
ha escrito un amigo
periodista (La memòria esclava,
de Joan Riera, Edicions Balèria, 2020) y cruzaré los dedos (nos
volvamos a confinar o no) para que Vila-Matas publique libro en 2021.
Al fin y al cabo, Vila-Matas (igual que sus libros y todos los
libros) no se acaba nunca. Este
texto, sí. Este escrito sobre el año en que me llamó Madame
Bovary se acaba aquí mismo. Gacias por la paciencia, sigan
devorando libros (o dejen
que ellos les devoren) y
feliz 2021.