martes, 13 de febrero de 2024

Goliat y Baltasar (A propósito de Basilio, y de su libro)

 

Quienes conocen a Basilio Baltasar, saben que es alguien peculiar y que, forzosamente, su manera de escribir tiene que ser peculiar y con sello propio. Dirigió El Mundo en Baleares,  que en esa etapa se llamó El Día del Mundo, sin romper sus vínculos con El País y, una vez  -en este blog se ha contado y nadie que estaba allí ha conseguido olvidarlo-,  le levantó un artículo de domingo a Pedro J. Ramírez para estrenar sus ‘óvalos’, que es como llamábamos (por el soporte gráfico: una fotografía enmarcada en un óvalo) a los artículos que él escribía. Estaban pegados a la actualidad pero los pergeñaba de tal modo que funcionaban solos y el día a día que comentaba quedaba casi en segundo plano.

Basilio Baltasar ha publicado El Apocalipsis según san Goliat (KRK Ediciones, 2023), un breve texto casi inclasificable, novedoso sin duda, y al que su autor llama novela cuando es posible que rompa la definición más o menos aceptada de novela; es una suerte de arcano con pistas para el uso – quizá Tòfol Serra, maestro de inclasificables e igualmente peculiar, habría hablado de signos, de hecho tituló un libro así, Diario de signos - que te lleva por pasadizos que conducen a otros para llegar al punto al que te diriges. El libro es una sola historia como pensada al cien por cien desde el primer momento y no son siete relatos encapsulados,  como escribió Anson (quien milagrosamente y con la que está cayendo sigue sacando El Cultural) en un artículo reciente donde destacó, eso sí, que es un texto bello y un festival de metáforas.

Basilio Baltasar, que (algo muy propio de Mallorca) tiene tanta gente entregada como en contra, cuida mucho todo lo que hace. No cuesta imaginar, por lo que a la edición del Goliat se refiere, que hasta la tipografía de las ‘Q’ mayúsculas, que enlazan con la primera letra de la siguiente palabra y a veces sirven de descanso a las otras, tienen algo suyo. Es el Apocalipsis de Goliat pero Goliat también es Baltasar, como era El Día del Mundo el Día de Basilio cuando lo dirigió. Y parece oportuno recordarlo, porque este no es un blog de crítica literaria sino, principalmente, de historias de medios de comunicación y de la relación de estos con la sociedad y el poder político.

  En uno de los capítulos del libro, Mirano, gerente de un hospital, escucha a Goliat. Lo que dice le entusiasma – igual que a otras personas que le escuchan – aunque no entienda nada. Con Basilio ocurría lo mismo cuando dirigía El Día. Una vez apostó por un asunto, la corrupción de los cuerpos (busquen en Goliat corrupción de los cuerpos o de la carne) para una campaña promocional del periódico. Y se fue a dar conferencias por la Mallorca profunda, la de las matances. Los políticos no entendían nada y nada se atrevían a decir; recuerdo a uno que le acompañaba en una presentación y que, tras renunciar a tomar la palabra, sólo acertó a comentar:  “Después de lo que ha dicho Basilio, poco puedo añadir”. Pues eso ocurre con Goliat (Goliat no es el gigante, es un vagabundo gigante por lo que dice), que llega donde otras personas no llegan y abre puertas que otras personas sólo habían entreabierto. Cuando dirigía El Día del Mundo, que pese a ser la versión balear de El Mundo de Pedro J. parecía de otro mundo, abrió debates que, con el paso de los años, se volvieron de plena actualidad: la compra de tierras por extranjeros, el momento de la agricultura o qué vendrá después, cuando la historia que hemos conocido dé un vuelco.  Era como si se situara al borde de la historia, como si advirtiera de la llegada de un tiempo nuevo. Y de eso tiene mucho su Apocalipsis

  La historia de sitúa en 2001,cuesta un poco al entrar (porque los libros no son sólo para leer, entras y sales, los habitas) entender por qué ha elegido una etapa en apariencia tan lejana y en la que (incluso) existían las pesetas. Poco a poco lo entiendes y llegas a lo que pasó ese año. Y entonces, lo que parecía oculto cobra luz y las diferentes historias y personajes se recomponen. Porque hay personajes que también son signos. Te puedes quedar con cualquiera, con el gerente, con la doctora que va a ver a una terapeuta que necesita terapia, con el boxeador, con la condesa romana o con el experto en arte y tasador, que a mí me parece clave,  y que recibe un curioso encargo; un encargo que tampoco es cuestión de adelantar a quien no se haya asomado todavía a sus páginas. Llegaremos al desenlace, veremos pasar a centauros y sabremos de lo que son capaces, entenderemos (o no)  la importancia de las torres en el juego del ajedrez y tendremos una visión de la actualidad que anda oculta por ahí sin que se note demasiado. 

Hay que meterse en el Apocalipsis con mucho sosiego, ignorando los ritmos de hoy en día, desconectando.  Como si no hubiera nadie más cuando miras un cuadro, como si sólo tuvieras que elegir qué pasadizo quieres que te lleve hacia alguna parte.  Casi todo en este mundo es el resultado de una elección. Incluso lo que parece que te viene impuesto.

viernes, 10 de noviembre de 2023

Historia de dos ciudades

 

Es el inolvidable inicio de Historia de dos ciudades, de Dickens: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la de la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos pero no teníamos nada”. Es el principio inolvidable de Historia de dos ciudades pero también es la mejor descripción para enmarcar la época, y posiblemente la vida, de Guiem Soler: aquellos años ochenta del siglo pasado, cruce de caminos en los que, otra vez Dickens, “caminábamos derechos al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto".

Ha muerto Guiem, o Guillem, Soler Niell, escritor – poeta principalmente, pero no solo – , devorador de libros y hasta director general de Cultura del primer Gobierno autónomo de Baleares. El periodista Andreu Manresa fue quien, el jueves, en un tuit de casi noche, dio la noticia. Manresa era amigo suyo y anotó de manera concisa quién era Soler: “Poeta, balearico, expolitic. 71 anys i 13 baldat, cuida't per Elsa. Professor, exdirector de Cultura al 1987 va fer la gran expo ‘Paisatges’ amb Barceló, Kiefer, Schanbel, Cucchi i Garouste. Té inèdit un llibre gros sobre Mallorca “¿Qué hay de lo nuestro?” Elsa es la empresaria mallorquina Elsa Dengra. Y sí, estuvo cuidando a  Soler en Porto Petro desde su infortunada caída de hace trece años.

Igual en el libro inédito habrá dejado rastros Soler de aquella época en que fue director general de Cultura, con treinta y pocos años y sustituyendo a Pedro Montaner. Llevaba sólo un mes en el cargo y la ciudad se llenaba ya  de maledicencias, como en la Vetusta de La Regenta de Clarín. “Palma es una ciudad pequeña y provinciana” declaraba en plena polémica sobre su gestión en la Conselleria de Cultura y su apuesta, no siempre entendida, por Interfacies, una bienal que iba a celebrarse en Mallorca y que dormía el sueño de los justos después de que a su antecesor le pusieran también problemas en el equipo político de Gobierno autónomo. Claro que no solo el equipo de gobierno. También hay mafias y clanes en el mundo del arte. Y en Mallorca, está claro. Aquella bienal no se puso en marcha pero derivó en una exposicón, ‘Paisajes’, que quedará como herencia de su paso por Cultura. Es posible que, de haber podido o si le hubieran dejado, habría hecho más. Hasta imaginó una nueva política en el mundo del libro en su primera etapa en la Conselleria. Y llegó a decir: “Comunidad autónoma es sinónimo de señas de identidad, es cierto, pero autonomía también es proyectarse al futuro. Hay que traspasar a nuestro país todas las fórmulas del pensamiento modernas para que este país sea un país joven y con perspectivas de futuro". Y aún proclamó: "Esa será la base de la nueva política del libro en nuestras Islas”.

A Soler le tocó igualmente bregar con la resistencia del poder político (ahora puede parecer extraño, casi increíble) a entender a Joan Miró. Eso podría contarlo mejor su biógrafo, otro mallorquín de la generación de Soler, el periodista Josep Massot. Al ex director general de Cultura le tocó, además, negociar con el Ministerio de Cultura para que se quedaran en las Islas los fondos que la familia Miró había entregado al Estado en concepto de pago del impuesto de sucesiones. Todavía no existía la Fundació Pilar i Joan Miró, que abrió sus puertas en 1992, y las instituciones actuaban sin coordinación: el Gobierno blaear iba por un lado y el Ayuntamiento de Palma por otro. Posiblemente fue  Guillem Soler la última persona a quien vio Emilio Fernández Miro, ‘Emi’, antes de que se echase al mar en 2012.

Hay algo que enlaza, otra vez Historia de dos ciudades, a toda esa generación de los años cincuenta: el eje Palma-Barcelona. Eso,  y el baile constante entre la vida y la muerte, entre el día a día y el más allá. Aquella generación ha ido reconociéndose a sí misma mientras iba viendo morir a sus amistades. Todo lo poseíamos pero no teníamos nada. Por eso es importante la memoria, el recuerdo y un punto de poesía. Y también todo eso lo es en la muerte de Guillem Soler. Ese Soler que citaba a veces a Lord Byron, quien sabe si recordando aquello suyo: “Ahora es preciso que yo duerma”. 

(Sí, supongo que podría haber hablado más con  Guiem Soler de  todo esto. Pero no lo hice. Ni entonces, ni después. En aquellas épocas nuestras conversaciones iban por otro lado. Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos)


domingo, 6 de agosto de 2023

Las arpías, las elecciones del 2023 y el tiempo recobrado

 

Colecciono recuerdos y levanto con ellos una torre o un mirador desde el que observar el día a día. En nada, un instante, un preciso momento, se convierte en recuerdo que luego se sumará a otros. Los momentos son como fogonazos o flases que, nada más vividos, cuando son todavía presente, ya sé que me acompañarán siempre. Estamos hechos de recuerdos, algunos son una foto fija del momento y otros se añaden y confunden con las circunstancias en que se produjeron. Luego, conforme pasa el tiempo, adelante y atrás, conforman un universo propio o tienen el efecto de un Big Bang.  La impresión primera de la biblioteca pública de Estocolmo, años atrás, por ejemplo. Supe desde el primer momento que no olvidaría nunca la gran sala cilíndrica, ni la impresión que me produjo, del edificio circular de la Stockholms stadsbiliotek; como también supe –eso fue unos años más atrás-, que no olvidaría nunca el momento de los cánticos de las monjas de las Dueñas en Salamanca oídos desde el exterior de los muros del convento. Debieron ser los de Nonas (eso lo averigüé después; a veces te sorprende el empeño que pones cuando de verdad quieres averiguar algo) por la hora que debía ser cuando me dijeron: “Escucha, viene de la clausura”. Ella estudiaba Filosofía y terminamos hablando de las mónadas.  Fue un momento de paz indescriptible (por mucho que me esfuerce en describirlo) que me invadió en aquella tarde soleada de los años ochenta y que rescato de tanto en tanto para borrar los momentos prescindibles.

De este verano, y mientras se agotaba la campaña electoral de la que había salido huyendo, es otro momento que añado al zurrón de recuerdos para el futuro: el de que nada más llegar al monasterio de Santo Domingo de Silos, en Burgos, te abran una puerta y te digan: “La visita empieza por ahí”. Y que el por ahí no sea sino el claustro con el ciprés, el de Gerardo Diego, “enhiesto surtidor de sombra y sueño que acongojas al cielo con tu lanza”; y que la visión del conjunto te sacuda y sea otra vez como un remanso de paz. Cada capitel de las columnas lo forman figuras diferentes. Unas son religiosas y otras no. “Fíjate en esa, son arpías”. Quien me habla es Miguel Moreno, un historiador de Burgos (el prefiere decir entre risas: “Digamos que soy eso que se llama un erudito local”). Le conocí muchos años atrás, cuando empezaba yo en esto del periodismo en el diario Baleares. Después de dejar el periódico, cuando se liquidó la cadena de Medios de Comunicación Social del Estado y que antes había sido la cadena del Movimiento, Moreno se volvió a Burgos, de donde había venido a Mallorca, y se incorporó a la Administración. Ocupó luego varios puestos, también uno de asesor o jefe de gabinete de una preboste local. Y ahí es donde entran  en juego las arpías. Durante una visita oficial, alguien –no recuerdo si empresario, político o qué- le llevó como regalo de cortesía la reproducción escultórica de un pájaro de rapiña con cuerpo de mujer. Y Miguel Moreno le indicó que no debía aceptarlo. Así evitó que el sujeto en cuestión pudiera decir que había llamado arpía en la cara a la lideresa. Entre las decenas y decenas de libros que ha escrito, hay uno, De la Falange al PSOE. Diario Baleares (1975-1984): crónica de una transición (Biblioteca de Ciencias de la Comunicación. Editorial Fragua, Madrid,2021), donde recoge parte de la historia del periódico en que yo empecé, concretamente de su última etapa antes de que lo comprara Pedro Serra. En ese libro, Moreno  recuerda que tenía 23 años cuando llegó a Mallorca un mes después de la muerte de Franco;  que venía de La Voz de Castilla;  que Antonio Pizá había sido nombrado director del Baleares pese a la resistencia de la vieja guardia (el periódico lo había dirigido Francisco Javier Jiménez -que también dirigió La  Voz-, desde 1962 hasta ese 1975) y que él como otros jóvenes de la época llegó a la Isla como consecuencia de  una estrategia de renovación diseñada por Emilio Romero desde la Delegación Nacional de Prensa y Radio del Movimiento. De Romero, que antes había dirigido el diario Pueblo, fue la idea de que Pizá dirigiera previamente el diario de la cadena en Valladolid antes de nombrarlo director del Baleares. 

¿Pero qué se me había perdido a mí en Burgos en el caluroso julio de 2023, el de las elecciones generales que se habían convocado para el domingo 23? Pues cumplir, como por etapas, una serie de propósitos que pensaba hacer coincidir, y que estoy a punto de lograr cuando me pongo a escribir, con el que debía encajarlo todo: completar, de una vez un viaje que empieza Por el camino de Swann y que termina con El tiempo recobrado. Culpo siempre (aunque no sé si con fundamento o es una excusa para no ir más allá, o un síntoma relacionado con la pereza) a En busca del tiempo perdido y a su autor de algo que pienso con frecuencia: lo inútil que resulta, y lo poco que aporta, escribir algo después de Marcel Proust.  Es cierto que, por ejemplo, cuando el narrador del Tiempo perdido, al que alguna vez llaman también Marcel, comprobaba que Le Figaro había publicado el último artículo que había enviado –en ocasiones más tarde de lo que esperaba- él se encargaba de hacer que lo viera más gente. Compraba, o hacía comprar a Francisca más ejemplares y se los llevaba a las recepciones de la Guermantes para repartirlo y observar ahí las reacciones de aprobación que suscitaba su escrito. Vamos, buscando los ‘me gusta’ que diríamos hoy.

Quise pasar por Burgos porque todavía no había estado allí, quizá (aunque eso lo digo con la boca pequeña) porque me permitiría añadir pinceladas breves a historias del periodismo, y, también, por observar de cerca uno de los feudos de la ‘España facha’ que parecía extenderse después de las elecciones del mes de mayo anterior. Pocas dudas aparecían entonces de que el modelo político de Castilla y León (la suma de PP y de Vox), que se extendió a otras comunidades autónomas tras las elecciones del 28 de mayo, iba a ser refrendado el 23 de julio como argamasa para el Gobierno estatal; aunque no fue así del todo.

 Esas elecciones no me cogieron ni en Mallorca (había huido) ni en Burgos, pero sí en Boquiñeni. He vivido muchas situaciones en Boquiñeni, pero nunca hasta este 2023, una jornada electoral. Les hago al tanto de Boquiñeni, Ribera Alta del Ebro, Zaragoza, unos ochocientos habitantes y envuelto en una espesa nebulosa de recuerdos que intento ordenar en Blogquiñeni, un cuaderno digital ( https://yo-uno.blogspot.com ) que llamé una vez coraza para la resistencia personal en tiempos de sinsabor. El resultado electoral, allí, que Fran le dictó a Marino por teléfono y yo anoté en una libreta en el bar de las piscinas (el otro día evocaba el aragonés Sergio del Molino el encanto de las piscinas municipales de pueblo en los veranos), fue más en línea con el de las autonómicas que con la ‘remontada’ por los pelos que marcó las generales. No vi venir la remontada y fue como si pequeños indicios que se cruzaban en el camino –la campaña personal de ZP o, por fijarme un detalle menor, la gente que se agolpaba frente a la réplica de un antiguo coche de viajeros aparcado cerca del Teatro Principal de Burgos, como parte de la campaña, buscando papeletas del PSOE-  pasaran totalmente desapercibidos. Me había construido mi relato: que los resultados de las autonómicas tendrían su réplica y que Feijóo sería presidente y Abascal vicepresidente. Eso ya no ocurrirá, no en los meses que quedan hasta el final de año por lo menos y no sin otras elecciones de por medio, pero siguen cerrándose acuerdos para los gobiernos autonómicos entre esos dos partidos. El último, en Aragón. Y. cómo no, igual que ocurrió en Baleares y allí donde han pactado, han decidido derogar la ley de Memoria Democrática. Qué dislate, qué estupidez, derogar la memoria. Qué absurda bandera. Qué distopía para quienes coleccionamos recuerdos y buscamos el modo de compartirlos.

En Burgos, además de fijar un recuerdo nada más vivirlo y de anotar algún detalle sobre los años que marcaron una manera de vivir el periodismo que ahora se desmorona, había visto a las arpías, sí, pero quienes yo esperaba de verdad que salieran a mi encuentro estos días de julio eran las musas. Y que me ayudaran a romper con el maleficio, ordenar tiempos perdidos, dar con mi tiempo recobrado y meterlo en esta caja de cosas y contarlo como si Proust no hubiera existido, algo que (parece) sigue siendo lo que me impide avanzar y me lleva, una y otra vez, al “preferiría no hacerlo” del Bartleby de Melville que tanto cita E V-M. Tanto me daba que la musa que compareciera fuera Calìope, Clío,Talía, Melpóneme o cualquiera de las otras que se dedican a estos menesteres. Estoy por decir que alguna se asomó en la plaza de Tordesillas y que eso ocurrió tras sentarme un rato con la reina Juana y que ésta me contara de aquel día en que Padilla, Bravo y Maldonado le fueron a pedir que encabezara su revuelta contra los imperiales porque tan presa está Castilla como vos en vuestro encierro (bueno, quizá influyo en parte el vaso de Rueda que me tomé).

Medina y Villalar quedarán para mejor ocasión, como le escribí a la Maga nada más llegar a Valladolid y enviarle una fotografía tras cruzar el Campo Grande. Lo que no puede fotografiar es algo que también me acompaña desde los ochenta: la gigantesca pintada de ‘OTAN, no’ que llenaba todo un lateral del edificio más alto de Valladolid de arriba abajo. El edificio Duque de Lerma, de 23 plantas a la orilla del Pisuerga, es ahora un rascacielos de uso residencial que en los años del no a la OTAN estaba abandonado.

No sé por qué no se me pasó por la cabeza subir ni tampoco sé si era posible hacerlo y llegar hasta donde alcanzara la mirada. Quizá confío demasiado en la torre que voy construyendo con esos recuerdos que me acompañan y sobre los que, de distinta manera, vuelvo cada año por estas fechas.

Y sí, ya sé que en nada estaré lidiando otra vez con el insoportable día a día y con situaciones que intentaré olvidar incluso antes de que se completen. Por eso me ha dado por anotar otros  momentos para un texto que vaya más allá de un breve comentario en la red que hasta hace nada de se llamaba Twitter. Pero, bien pensado, y como me equivocó tanto en algunos pronósticos y dejo escapar los indicios que apuntan a que algo  podría no ser cierto, dejaré que sea ese gato –que se llama Toniete-, quien, mediante una señal que está por convenir, me indique si sigo adelante con este texto pese a la prevención que puede causar escribir del tiempo y de la memoria después de Proust. Me consuela que llegado al último volumen del ciclo, al del Tiempo recobrado, tal vez pueda estar en condiciones de superar esa prevención, pero quién sabe.

 

(Entre Palma y Valladolid pasando por Burgos y Boquiñeni, en el año de unas elecciones cruzadas con pactos contra la memoria; en el que he completado el viaje de papel de Proust, aparte de otros empeños, y en el que, además, me ha parecido que el gato daba su aprobación para escribir después de Proust. Aunque acto seguido se haya ido a la casa de al lado tan campante).

 

domingo, 12 de febrero de 2023

Por qué (parece que) gobernará la derecha

Igual me equivoco, pero después de las próximas elecciones gobernará la derecha. En Baleares, tras las autonómicas y en España, tras las generales. Sí, es posible que esa inevitabilidad, esa percepción que muestran la mayoría de encuestas, vaya en contra de toda lógica y de cualquier observación pausada de la realidad. Pero es que la lógica, y también la observación pausada de la realidad (esa que te permite llegar a conclusiones después de formular y responder una serie de preguntas) han dejado de ser opciones preferentes para el análisis de lo que sucede. Este escrito va, sobre todo, de preguntas, equivocadas o no.

   Podría parecer que los gobiernos del PSOE, en coaliciones plurales en muchas comunidades autónomas y en una coalición inédita a dos, izquierda con izquierda, por lo que se refiere al Ejecutivo estatal, han conseguido, en buena medida, mostrar que hay margen para hacer las cosas de otra manera. Sin duda gracias al contexto global y a la pandemia que se quedará como elemento definitorio del inicio de los años veinte de este siglo. ¿Qué reflejo tendrá eso en las votaciones que vienen?, ¿tendrá alguno?

   La mayoría de decisiones del Gobierno estatal (asumidas y replicadas por los autonómicos de su mismo color político con alguna matización para consumo interno) han ido en línea con las de otros gobiernos de Europa y con la socialdemocracia. Con la socialdemocracia clásica,  de sustancia  ideológica, y con la socialdemocracia ‘nueva’ de la posmodernidad; esa a la que se ha subido el capitalismo para sobrevivir. Nadie, salvo la extrema derecha en sus diferentes versiones, cree ya que el capitalismo liberal, salvaje e insolidario tenga alguna posibilidad si no se asoma  al armario de la izquierda y toma  de aquel lo que le venga bien para la ocasión.  El capitalismo y su equipaje ideológico se mantiene porque le ha convenido acogerse a  las recetas de lo que dice combatir. Pero en lugar de proclamarlo a los cuatro vientos, ha preferido ‘hacerse el sueco’ (en el sentido con la que se utiliza en español esa expresión,  pero también, y con la boca pequeña, asumiendo, a su pesar, posiciones teóricas de la izquierda sin llegar a admitirlo).

   ¿Hay alguna razón que, desde el punto de vista teórico, justifique un cambio de mayorías? Es posible que sea  el agotamiento y la natural insatisfacción permanente que tan bien agita el populismo, muchas veces con inexactitudes, mentiras y, cómo no, eso que llamamos ‘fake news’ (y que son las mentiras de siempre o el retorcimiento de los hechos), tan útiles para construir relatos paralelos. Aunque el populismo se coló en España hace unos años de la mano de la  izquierda, la derecha es ahora consumada experta a la hora de agitarlo.

   ¿Que ha pasado?, ¿por qué ha sucedido todo eso? ¿de quién es la responsabilidad?, ¿de la propia izquierda?, ¿de la clase política en general?, ¿no sólo de la clase política?, ¿también de las organizaciones sociales y económicas y de los medios de comunicación?, ¿cómo ha gestionado este Gobierno (el de Baleares) su relación con los medios?, ¿cómo han gestionado los medios su relación con el Gobierno?, ¿a quién culpará la izquierda cuando no gobierne después de haber tomado unas medidas económicas y armadas ideológicamente  que, en cualquier circunstancia, tendría que haberle llevado a repetir mayorías en una elección de ámbito estatal?, ¿a quién culparán los medios que vinculan su supervivencia a dejarse llevar por el momento?, ¿presenta el caso balear alguna excepcionalidad en relación a lo que ocurre en otras comunidades donde también gobierna  la izquierda?, ¿sabe la gente lo que vota cuando vota? , ¿se equivoca cuando vota?, ¿se hablará de todo eso en las campañas o se tirará sólo de argumentario? ¡Hay tanto en juego más allá de un relevo político! Y no sólo en el tablero de los partidos políticos.

domingo, 7 de agosto de 2022

Diatriba estival contra todo

 

El verano de 2022, el tercero después de la pandemia, fue un verano de mucho calor. Y también de mucha tontería. A menos eso se deprendía de las polémicas que aparecían como setas en días de lluvia (aunque lloviera más bien poco o nada) ya fuera como consecuencia de decisiones del presidente del Gobierno, que luego se arrastraban por las redes sociales, las televisiones, los comentarios de calle y los periódicos, o por situaciones que no se sabía bien cómo habían aparecido: por ejemplo, una extraña psicosis ante el desabastecimiento de hielo por el calor que estaba haciendo. Era como para temerse que, en cualquier momento, alguien se quejara de que el Gobierno no estaba haciendo nada o, lo que es peor, que al Gobierno se le ocurriera hacer algo; quién sabe qué, quizá regular el uso de los cubitos. Unos meses después, al año siguiente en realidad, se celebraban elecciones. Unas iban a ser de ámbito autonómico, como las que se habían celebrado en algunas comunidades autónomas aquel año, y otras, de carácter estatal. Ese año, el tercero después de la pandemia, había sido también el de la invasión de Ucrania por Rusia. El presidente ruso, Putin, quiso recuperar el viejo zarismo –o el viejo comunismo, según quién interpretara- y eso había llevado a un escenario como muy de otro siglo. Era posible recrearse en comparaciones con tiempos pasados echando mano de los Diarios de Stefan Zweig o de su libro El mundo de ayer.  Aquella invasión, contrariamente a lo que habían previsto los primeros análisis, incluso de personas generalmente bien informadas y relacionadas con el mundo de la política internacional y de la diplomacia (en Mallorca se celebró una reunión de diplomáticos para  rememorar el contubernio de Munich pocos días después del inicio de la operación bélica pero se terminó hablando de Putin y de Rusia), no se resolvió en una guerra relámpago, ni muchos menos;  y las noticias sobre su desarrollo se alternaban en los medios de comunicación con otras un poco más tontas en julio y agosto. Lo que sí se puso de manifiesto es que a la crisis económica originada por la pandemia de 2020 (y que vista con cierta perspectiva parecía menor de lo que se auguró en un primer momento, posiblemente porque se aplicaron políticas socialdemócratas, aunque eso también era motivo de interpretaciones diversas en un momento donde todo el mundo era experto en todo) se unió la que provocó la invasión rusa y que también sirvió para asistir al nacimiento de una estrella: el presidente del país invadido, Volodomir Zelenski, que se movía por lo que en tiempos pasados se llamó ‘las cancillerías’ con gran seguridad en sí mismo. La guerra en Ucrania se tradujo en una crisis energética y ya en los meses de invierno se habló mucho del encarecimiento de los precios de la electricidad y de la necesidad de tomar medidas, no sólo por la guerra, sino también por hacer algo en contra del cambio climático y, en definitiva, evitar en lo posible que el mundo se fuera al garete. Los periódicos, las teles y las radios reflejaban todo aquello en mayor o menor medida.

  Un día de aquel verano salió el presidente a dar una rueda de prensa y, lo primero que hizo notar, es que no llevaba corbata. Podría haber empezado su comparecencia (que es la expresión un tanto grandielocuente que se utilizaba en el mundo político-periodístico cuando alguien salía a decir algo) diciendo que se iban a tomar una serie de medidas ante lo que se avecinaba igual de las que se estaban tomando en otros países y que si bien esos otros países ya estaban pensando en el invierno, su Gobierno iba a empezar por las que también era oportuno concretar ese verano pues , en España, había más días de sol y temperaturas elevadas que en otros países del norte de Europa.  Así, las ideas que resaltó, a la espera de un decreto posterior, eran del estilo de apagar antes las luces, limitar los aires acondicionados y cerrar las puertas cuando estos estaban en marcha. Un poco lo que enseñaban los abuelos y abuelas de la generación que vivió una guerra de tres años en España seguida luego de una dictadura bastante larga. En aquella comparecencia, que estuvo seguida de preguntas, pudo haber apuntado el presidente que también se estaba trabajando en las medidas para el invierno, en línea con las que otros países ya habían anunciado. Y, dicho esto, es cuando hubiera podido referirse a que no llevaba corbata. Que se trataba de un gesto, pero un gesto que iba más allá, y que pedía a otras personas que lo imitaran. Las redes hubieran ardido igualmente –lo de los incendios en las redes era una expresión que se utilizaba cuando algo era muy comentado en la representación virtual y ampliada de lo que antes eran los periódicos y la calle- pero igual de manera menos tontuna. Y más, teniendo en cuenta que cualquier cosa que hubiera planteado el presidente hubiera sido rebatida desde el principal partido de la oposición, con un presidente recién estrenado pero dirigido desde la sombra por una lideresa que podría relacionarse, en algún momento, con zarzuelas de otro siglo ambientadas en Madrid. Todo olía a elecciones. Y a agua, azucarillos y aguardiente.

  Vista desde el verano de 2022, y desde la mirada desconfiada y despistada con la que se movía el periodismo de la época, aquel doble proceso electoral del año siguiente se presentaba como especialmente odioso, sobre todo en ese sector del que (también) se hablaba mucho. Desde fuera y, también, desde dentro.  Poniéndose trascendentes, que es algo muy propio de los tiempos de crisis y mudanza, cabía alertar que aquello que se esperaba para el año 2023, bien podría representar la muerte, o el fin, del periodismo y de la política (al menos en cómo se entendía tiempo atrás) y que todo llevaba visos de reducirse a un gran escaparate o teatrillo donde se confundirían los papeles. Parecía el momento de escribir algo como El fin de la historia que había publicado, primero como artículo y luego como libro, Francis Fukuyama en 1992 pero referido al periodismo y a la política. Todo el mundo sabe que Fukuyama se equivocó en su planteamiento y que luego se rectificó con toda naturalidad, pero eso era lo de menos. Aquella campaña electoral del año que pedía paso (y que había quienes daban por iniciada no meses, sino años atrás), y vista desde el verano de 2022, parecía llevar todos los ingredientes para acabar definitivamente con el periodismo y convertir la información electoral en mera difusión de lemas, tuits y propaganda.

   Es cierto, según comentaba la gente más serena y reflexiva, la gente que parecía resistirse a tirar la toalla, que eso ya había empezado a ocurrir hace tiempo, mucho antes de que el monstruo de la inmediatez y la digitalización amenazara al periodismo de papel. Fueron las televisiones públicas las primeras en sufrir y alertar de lo que estaba pasando. Se empezaron a enviar cortes de los mítines electorales (cuando todavía existían como tales) para su redifusión y luego todo fue a peor hasta llegar a aquel verano: bastaba con que alguien tuviera algo que decir para que se grabara un vídeo o publicara un tuit y luego se interpretara como la toma de posición sobre algo o, incluso, como la respuesta a una ley de muchos artículos. En aquella época, laboriosos gabinetes de prensa se recreaban en notas donde se añadían palabras que no se habían dicho en algunas ‘ruedas de prensa’, bien por falta de tiempo o porque nadie hubiera asistido a su convocatoria. Eso sí, los medios daban a entender que eso había pasado. Y, conforme se imponía la digitalización, lo que contaba era adelantarse unas décimas de segundo para repicarlo. A veces un tuit, un mensaje rápido o una ocurrencia, sentaban cátedra. La idea de aquellos momentos era que había que contarlo todo, aunque –en realidad-contarlo todo equivale a no contar nada. No es que el periodismo hubiera dejado de ser el cuarto poder. Es que estaban desapareciendo los contrapoderes y todo era una misma cosa. No estaba claro (eso también se debatía) si el periodismo era el poder mismo, un pedacito de ese poder o unas sombras del poder, como en aquella caverna de Platón. Y, para enmarañarlo más todo, costaba a veces diferenciar (sobre todo en las pantallas) lo que era relevante o no.

  Un líder político de un partido que años atrás había suscitado esperanzas de cambiarlo todo (o exlíder, todo era efímero a la par que inmediato) pasaba de un lado a otro del tablero, y unas veces quería cambiar la manera de hacer política y otra la manera de hacer periodismo. Pero tanto en un lado como en el otro, siempre tenía sus incondicionales dispuestos a secundarle, y amplificar en las redes, sus lecciones magistrales.  En general –y eso unía bastante política y medios en aquella época previa a las elecciones de meses después- todo era como muy de banderías, como muy de partido de fútbol entre equipos rivales. Hubo, por razones diversas, un constante trasiego de periodistas entre medios de comunicación y partidos que podía llegar a confundir en aquellos momentos de cierta incertidumbre. El periodismo, empapado como la política, de las cadenas de mensajes y titulares en red muy masticados para que fueran leídos y olvidados lo antes posible, vivía inmerso en algo que había descrito muy bien Remedios Zafra en un ensayo muy exitoso que publicó en 2017: El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital. Se había llegado a un punto en que mucha gente se quiso creer que bastaba con dar un abrazo o un ‘me gusta’ en Twitter y  Facebook para sobrevivir con dignidad.  Remedios Zafra publicó luego otro libro, Frágiles, donde se detenía en el concepto de precariado. Y hasta Juan Luis Cebrián  (que para entonces ya no era aquel periodista de la Transición del otro siglo) lo elogió; lo que resultaba muy sorprendente, y en cierto modo impúdico. 

 La campaña para las elecciones del año siguiente a aquel verano de 2022, el tercero después de la pandemia, estaba llamada a ser una campaña básicamente de ‘me gustas’ y de réplicas acusatorias al estilo de ‘y tú  más’.  Una campaña tristemente  virtual donde  el  periodismo podía terminar siendo una pieza más de la representación o un simple relato del (con perdón)  relato. Aquel verano, no publicó El País una sección de otros años en la que con el nombre de La revista de agosto se presentaban asuntos que merecían ser leídos con cierto reposo. Curiosamente, desde enero, se publicaban semanalmente dos revistas culturales en papel que salían el mismo día. Una se llamaba La lectura y se distribuía con  El Mundo; la otra, El Cultural, creada a imagen y semejanza del Luis María Anson culto y alejado de sus otros yoes menos presentables. El papel tenía su espacio si se especializaba, podía parecer entonces.

   El mundo de la comunicación, y el de la política, andaba muy movido en aquellos tiempos.  Incluso el periodismo no panfletario (entendiendo como periodismo de panfleto el que podía representar la información política que se daba en medios como OkDiario o La Razón en un lado y, en el otro, la cadena La Sexta) tenía algún punto de comparación con la sanidad privada, que tiene que prestar un servicio para garantizar un teórico derecho (que es el de la salud) pero que tiene que hacerlo atendiendo a sus beneficios. Y, de ahí, el ideal (que nunca llegaba a funcionar) de los medios de comunicación públicos o cooperativos. 

  Faltaba poco, muy poco, para aquellas próximas elecciones y para comprobar si serían, o no, las que cerrarían el ciclo del periodismo (y, desde luego de la política, pues también el neofascismo pedía paso) tal como se había conocido en épocas pasadas. Claro que, entonces, lo único claro era que era verano y hacía mucho calor. Y que  mucha gente hablaba del hielo.

sábado, 28 de mayo de 2022

Más Sobral (Intento de aproximación personal a un retrato)

 Hay palabras que, cuando las pronuncias y te escuchas pronunciándolas, pierden su significado y hasta se vuelven ridículas. Sobre todo si son del tipo dignidad, coherencia o así. Esas palabras nunca puedes emplearlas refiriéndote a ti mismo -tampoco, adornar con esas cualidades algo que has hecho- porque quedas como un perfecto imbécil o un presuntuoso. Eso, como otras muchas cosas, lo aprendí (posiblemente sin que pasara por su cabeza nada parecido a enseñarme algo) de Sobral, de Gabriel Ferret Sobral, que se ha muerto este mayo de 2022 y que fue, sobre todo, un inconformista y un espíritu libre a quien tuve, he tenido y tendré como mi ácrata de cabecera

No sé como empezar; lo más lógico sería por cómo o dónde le conocí. O en qué circunstancias. O quizá por aquel momento -una tarde, frente a una barra, bastantes años después- en que le abracé. Él me miró y me dijo: "¿Sabes que es la primera vez que me das un abrazo?". Y yo diría que expresó cierta emoción.

Estábamos hablando de la memoria y de la costumbre, que al parecer ya no se estilaba, de recitar en voz alta. Uno de los dos, posiblemente él, se arrancó con Gabriel Celaya y  "cuando ya nada nos queda personalmente exaltante" y el otro continuó. Y así  hasta econtrarse las dos voces diciendo a la vez: "Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales que lavándose las manos se desentienden y evaden, maldigo la poesía de quien no toma partido, partido hasta mancharse".

Uy, pero cómo me voy por las ramas. Si yo estaba con lo de la dignidad y otras palabras que pierden su significado cuando las pronuncias creyéndote que hasta que tú no lo haces no han existido. 

Eran los tiempos del diario  'Baleares' de la época en que lo había comprado Pedro Serra y montado una redacción alucinante, una especie de casa de locos y locas que nadie entendería hoy. Allí conocí a Sobral y sin que se enterara le  elegí como maestro. 

Una tarde, en aquella redacción, yo me puse muy digno -o creí que yo me ponía muy digno- y le dije al redactor jefe que me iba, que me habían cambiado un texto (o dirigido demasiado lo que tenía que escribir, ahora no recuerdo el detalle) y que hasta ahí podíamos llegar. Durante el calentón, que acabó en nada (bueno sí, con una conversación con Pedro Serra de la que salí convencido de  que, en el fondo, despreciaba a las personas sumisas); durante el calentón, ya digo, hablé con gente del periódico. Hablando con Sobral, utilicé la palabra dignidad y otras de ese estilo, supongo que con entonación melodramática y como si estuviera a punto de cambiar el curso de la Historia.  Sobral me miró, supongo que con un gesto parecido al del viejo de la fiesta de la cerveza de la película Cabaret después de que los nazis terminan de cantar, y me vino a decir que no me pusiera estupendo, que hiciera lo que quisiera hacer, pero que las cosas se hacen y no se pregonan. Seguí en el periódico, claro, y poco a poco fui ampliando mi mundo y conociendo a gente que seguramente, sin Sobral, nunca se habría cruzado en mi camino.

Gabriel Ferret Sobral, a  quien empecé a leer cuando escribía (creo recordar) en el Día de Baleares, fue un estrecho colaborador de Camilo José Cela y sabía mucho del valor de las palabras porque las prestaba. Escribía editoriales en los periódicos, utilizaba firmas diferentes en sus  escritos, escribía catálogos, libros por encargo y libros para otros. Cómo no iba a saber él el valor exacto que tienen las palabras y cuándo se convierten en ridículas.

Sobral había nacido en Palma, en 1946, y estudiado Filosofía y Medicina. Medicina, sí, curioso  sabiendo de su desconfianza a la clase médica; sólo equiparable a su desconfianza hacia la humanidad en general.

El confinamiento de 2020 y lo que vino después, las restricciones, la seguridad con la que la gente daba por supuesto que lo sabía todo y lo que él veía como un proceso de sumisión acelerada, le llevaron a confirmar sus teorías sobre un punto de estupidez que arrastraba la especie humana.

Hablamos varias veces durante la pandemia y una vez me contó que estaba escribiendo más allá de lo que publicaba en la columna 'La Eñe' de Última Hora. No sé si esos papeles pandémicos existen, ni si los escribió, ni si los imprimió, ni si los conservó en un USB, ni si los borró, los quemó o se los entregó a alguien. En ese caso, aunque lo dudo, si no eran para publicar, que nadie los publique, que los conserve para sí o se los dé a leer a alguien de confianza. Que nadie haga de esos textos un libro, si Sobral no quería darles esa forma, pues sólo faltaba que acabará en el escaparate de una librería junto a un best seller de turno o las memorias de algún personaje de la tele.  Alguna vez le habían preguntado por qué no escribía y publicaba y respondió: "Si hasta Belén Esteban escribe libros". Una vez le enseñé algo que había escrito inspirado por la historia que había tenido con una chica y el me anotó, escrito a máquina en un papelito que me pasó la tarde siguiente en el periódico, un texto de Alejo Carpentier sobre las mujeres de la Odisea que hay en la vida de un hombre. 

Lo material le importaba más bien poco, lo contaba a veces de manera desabrida y mal humor pero otras con fina ironía. Nunca supo lo que era una nómina, a veces preguntaba cómo debía ser eso de tener una nómina, vivió siempre de alquiler, sus casas estaban llenas de libros  y eligió una manera precisa de vivir y de pasar por el mundo que conservó hasta el final. Fue un hombre de la era del papel y cuando aceptó emplear teléfono móvil ("portátil", precisaba) lo dejaba sobre algún mueble y no se lo llevaba a la calle. Le costaba respirar y vivió hasta que pudo. Y hasta se despidió, sin que se notara que se despedía, de quien quiso despedirse

Es posible, o no, que  vaya recuperando  más recuerdos y que siga intentando conformar una aproximación a su retrato. No lo sé. Pero he querido intentarlo y dejar constancia del intento en esta 'caja de cosas'. Aunque no me cuesta imaginar cuál sería  la reacción de Sobral.

lunes, 9 de agosto de 2021

Días con gato y Gobiernos chiripitifláuticos

Por razones que ahora no vienen al caso suelo dedicar unos días de las vacaciones de verano a tratar con un gato. Este año, sin demasiado éxito, he intentando contarle de las mujeres de la Odisea pues es Odiseicas, de Carmen Estrada, el libro que tengo entre manos. Recuerdo, el anterior, haberle leído algún párrafo de Reis del Món, de Sebastià Alzamora, aunque no se pronunció sobre si le interesó más Joan March o Joan Mascaró (aunque me pareció intuirlo). 
   En general, los días de vacaciones con gato (al principio eran dos, gata y gato) son unas vacaciones dentro de las vacaciones; esos paréntesis imprescindibles que me obsesionan y que (por suerte) veo se extienden por el periodismo de papel (incluso en titulares) pese a las prevenciones más puristas y como ajenos a la rotundidad de las redes sociales, donde hay poco resquicio para la pausa o el sosiego. Veo al gato adormilado cerca de mis piernas y ya no tengo duda de que el texto de este agosto irá de gatos. O, cuando menos, de que me dejaré llevar por lo que uno de su estirpe me ha sugerido.
   Lo primero, que (el gato) no está ni triste ni azul, que eso hubiera sido una excelente excusa para dejarme llevar a los veranos de las máquinas de discos que activaban las monedas de cinco y veinticinco pesetas. No negaré que, viendo dormir al gato (o haciendo como que duerme, que esa es otra), me ha venido a la cabeza el exconseller de un Gobierno que, visto desde la distancia y desde la evolución y los viajes de quien lo presidio, podría calificarse (y mi infancia me perdone) de Gobierno Chriripitifláutico. Recuerdo que cada vez que le preguntaba algo, se le ponía a ese conseller cara de gato. Era como si se asustara, hacía el gesto de volverse atrás y abría mucho los ojos con cara de susto. Tal que un gato. Una consellera de ese Gobierno es, ahora, la secretaria general del partido que quiere gobernar por estos lares. Pero no, no es eso lo que quería contar aunque un recuerdo me haya llevado a otro y  traído hasta aquí sin maullidos de queja del gato que me ocupa. 
  La mirada del gato, que solo me mira cuando cree que no le miro, sirve para mirarme también y mirar al mundo del periodismo. Como en la canción de Labordeta, a veces me pregunto qué hago yo aquí salvo constatar que cada vez me gusta menos lo que veo y que no me tranquiliza demasiado, sino que me desespera, que el medio sea cada vez más el mensaje. Es (otra vez Labordeta) como si hubiera puesto sobre mi mesa todas las banderas rotas para hacerme de mi capa un sayo. No te despistes Toni (había olvidado presentarte) y perdona que te utilice como excusa, o percha, para dejarme llevar por este escrito mientras intento averiguar qué estas pensando. No soy el flautista de Hamelín y ya sé que no vendrás hasta que quieras por mucho que te llame y que te vas a quedar ahí pensando hasta que te plazca subir. Eso es libertad más que tomarse una caña, que es lo que defiende Ayuso, como saben tus compañeros de aquel callejón de los espejos del gato del Madrid de Valle donde la realidad se presentaba deformada a través de un espejo cóncavo. Sí, a veces la información tiene eso. 
  ¿Cómo ha ido a meterse un gato en esta 'caja de cosas'? Es lo último que me esperaba pero ya no sé salir. Me había quedado unas líneas más arriba, si mal no recuerdo, con lo de la percha y acababa de presentarte. Ahora pienso que, a veces, también se meten los gatos en sitios de los que no saben salir. Pero vamos, vamos con la percha.
   Tuve un director de periódico que, cuando me encargaba historias, insistía mucho en pedirme “una percha”. Una “percha con la actualidad”, precisaba. Empezaba yo en esto como colaborador y también empezaban aquí las instituciones preautonómicas y el director en cuestión me había encargado para el periódico que contará cuáles habían sido sus antecedentes medievales. En realidad, siempre sospeché que esa serie de reportajes sólo los escribí para que él supiera de qué iba la cosa. Se llamaba Pedro Ignacio González, venía de fuera y era el primer director del diario Baleares después del Franquismo. Miguel Moreno, un periodista venido de Burgos que también andaba por ahí, alude a Pedro Ignacio González en el libro que ha escrito sobre la historia de ese periódico que, también, publicó más de una vez historias de gatos. Ya sabes, siempre hay alguno (pobrecito) que se queda atrapado en un coche o que maúlla tras la tapia de un solar vacío. 
  No sé si debería extenderme más allá, igual lo dejo para otro día. Sé que, aunque pudieras hablar (o aunque emplearas el mismo lenguaje que yo) quizás tampoco me dirías lo que piensas. Los gatos son reservados y no sé cómo deben llevar el festival ese de fotografías que se publican en las redes sociales. En fin, una cosa más que igual te interesa: hace más de cuatro años que otro Gobierno chiripitifláutico intenta aprobar una ley de perros y gatos. Espero que la tengan lista para el próximo verano. Ya te contaré.

martes, 29 de diciembre de 2020

El año en que me llamó Madame Bovary (Una mirada entre libros al 2020 que se va)

Entré en el primer estado de alarma con La madre de Frankenstein, de Almudena Grandes (Tusquets, 2020). Lo recuerdo bien porque me había puesto con él en vísperas de la manifestación del 8 de marzo y porque, recién regresado de ésta – de la de Palma- quiso la casualidad (o esa circunstancia mágica de los libros cuando se las ingenian para llamarte la atención en el momento preciso) que el psiquiatra Germán Velázquez le estuviera contando en esos momentos a María Castejón que mientras en el manicomio de Ciempozuelos celebraban la festividad de San Juan de Dios el 8 de marzo, lo que se conmemoraba en otras partes del mundo (no en la España franquista, naturalmente) era el día de las mujeres trabajadoras.

Entré en el primer estado de alarma enganchado con esta historia (todavía no sabía de la relación de María Castejón con Mallorca) pero, además, entré a una librería mientras el Consejo de Ministros se reunía para aprobarlo. Aquel 14 de marzo que ya todo el mundo sabía que iba a iniciarse un tiempo muy incierto para hacer frente a la pandemia por el coronavirus me metí en una librería y salí de ella con Pequeño elogio de la fuga del mundo (Alfaguara, 2019), de Rèmy Oudghiry y Mary Poppins, de Pamela Lyndon Travers, en una versión de Alianza Editorial. Mary Poppins, ya saben: aquel libro de 1934 que luego convirtió Walt Disney en película. Iba tras el primero, el Pequeño elogio…, desde semanas atrás. Lo que no podía imaginar es que lo leería en pleno confinamiento y obligatoriamente fugado del mundo. Y en relación al segundo, sólo comentar que pasar la Semana Santa de 2020 (los días del confinamiento más duro) en la calle del Cerezo número 17 ha sido uno de los placeres del año que se despide. Igual que pergeñar durante semanas cómo diablos iba a meter la trama del Ulises de James Joyce en la pandemia. Esperé al 16 de junio (iniciada ya la desescalada y camino al final del primer tiempo del alarma) para culminar mi propósito. Pero no contento con eso, compré cuando abrieron otra vez las librerías una nueva edición (Lumen, en reimpresión de 2019); me releí el libro de principio a fin, enloquecí con los signos de puntuación, me perdí entre sus guiones y paréntesis y subrayé del prólogo de José María Valverde que “Ulises sería, formalmente, el descubrimiento de una nueva literatura, el equivalente a la concepción de la relatividad en física”.

Tengo claro que este año los libros me han ayudado más que nunca, los que leí por primera vez o releí y también los que, además de leer, me leyeron a mí. Es el caso, sin ninguna duda, de El infinito en un junco (Siruela, 2019), de Irene Vallejo, que me atrapó durante el segundo estado de alarma en vísperas de las Navidades y es una maravilla de la primera a la última página. Lo considero el libro del año de 2020 aunque se publicara el anterior. Si alguien me ve por la calle el próximo año paseando con la Iliada o la Odisea en alguna edición que no sea la de los libros de la colección Auriga de mi infancia, ya podrán intuir quién es la responsable.

Seguramente de no ser por la pandemia no me habría puesto con dos títulos a los que recurrí cuando las librerías todavía estaban cerradas y que cogí (con permiso de sus guardianes de la sección de Cultura del periódico) de un armario de la Redacción: Los nombres epicenos de Améli Nothomb (Anagrama, abril de 2020) y Una vida sin fin, de Frèderic Beigbeder (también Anagrama, enero de 2020). De este segundo, sólo recordaré la cita de Mark Twain que coloca al principio y que fue el señuelo para engancharme cuando se cumplía el día 46 del estado de alarma: “la diferencia entre la ficción y la realidad es que la ficción debe ser creíble”. Y todavía añadía Beigbeder, ya de su cosecha: “¿pero qué hacer cuando la realidad ya no lo es? Hoy la ficción es más disparatada que la realidad”. No sé si recomendaría esos libros o no; ni siquiera aclaré si me gustaron. No los enviaría (eso, nunca) a la hoguera y quedrarían salvados en el donoso escrutinio aunque perderlos tampoco supondría un trauma.

De todos modos (y de eso me he dado cuenta este año), siempre es bueno no perder ningún libro de vista porque te llamará en el momento oportuno aunque no lo busques. Ese es el caso de Madame Bovary, de Flaubert. Me llamó cuando el estado de alarma de marzo había superado por pocos días los dos meses. Era (bueno, es), una edición de 1962 (el año que nací yo) de Vergara SA. Versión castellana, prólogo y notas del catalán Joan Sales. Ese ejemplar, papel biblia y cubiertas granates, formaba parte de los libros que tenía mi padre en un mueble que era una estantería con cristales y algo parecido a un pupitre. Un mueble misterioso en una habitación de techos altos al que llamábamos ‘el secreter’. Pongamos que la historia de Emma Bovary estuvo esperándome y haciéndome señas cincuenta años o más y que no me he enteré hasta el 2020 que se va. Pero, entre otra muchas razones, sólo por el modo en que el amante Léon Dupuis elige para seducir a Emma vale la espera: le dice algo así cómo que se deje envolver por la magia de la ficción, que se recree en detalles y personajes y se figure que palpitan bajo sus trajes. Que se meta en las historias vamos. Y ella, la Bovary, le responde “es verdad, es verdad”. He dicho amante y también me crucé con El amante de Marguerite Duras, en una edición para la colección de libros de El País de 2002. Leer aquel principio inolvidable cuando empezaba en mayo la quinta prórroga: “Un día, ya entrada en años, en el vestíbulo de un edificio público, un hombre se acercó. Se dio a conocer y me dijo: ‘La conozco desde siempre. Todo el mundo dice que de joven era usted hermosa, me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más hermosa ahora que en su juventud, su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora, devastado’”.

Devastado.

Cuántas veces habré confundido yo realidad y ficción estos meses.Salía por la mañana a buscar historias que contar al día siguiente en el periódico y, por la tarde, me metía en las historias que me llamabana mí. Supongo que, por eso, también me dio por llevar un dietario, que es lo que tanta gente ha hecho. Jorge Carrión, por ejemplo. Su Lo viral (Galaxia Gutenberg, 2020) es un falso diario que te transporta adelante y atrás (en un momento dado, hasta  se cruza con Irene Vallejo, que le presenta en una libreria de Huesca) y, con sus palabras, con las de Carrión, confirmé algo que intuía, que “el diario es contradicción y contra dicción, un género escrito en contra de sí mismo”. Explica Jorge Carrión cómo un virus desconocido entró por la mañana en el cuerpo de un hombre y cómo, esa misma tarde, empezó el siglo XXI. Y, claro,eso le lleva a acordarse de Stefan Zweig y del mundo de ayer.

Tenía muy pensado cuando iba a sumergirme en El mundo de ayer. Memorias de un europeo de Stefan Zweig (Acantilado, reimpresión de 2019): en julio, frente al mar de una playa de Mallorca sin turistas y recién iniciadas las vacaciones justo once días después de que terminara el estado de alarma y empezara eso que, entonces, se dio en llamar ‘nueva normalidad’. Qué mejor momento –me dije y acerté- que dejarme llevar por la nostalgia de Zweig hacia el Imperio austrohúngaro y por sus reflexiones sobre cómo la primera guerra, el periodo de entreguerras y la guerra de después se habían llevado por delante toda las seguridades que parecían llamadas a permanecer siempre. Que tras ese título llegara tarde o temprano (como llegó) el pequeño gran Mendel, el de los libros (Acantilado, 2009, duodécima reimpresión de 2020) sólo era cuestión de esperar. Al fin y al cabo, como cuenta el narrador, “los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.

Este 2020 se ha reeditado Andrea Víctrix, de Llorenç Villalonga (AdiA Edicions), que fue Premi Josep Pla 1973 y es la gran novela de ciencia ficción de la literatura en catalán. Es la memoria de una Mallorca distópica con el turismo como dios de la Isla y con una clase alta y dominante formada por camareros y ‘maitres’ de hotel. Había olvidado totalmente que Villalonga empezaba su historia recordando a Flaubert cuando dijo ‘Madame Bovary soy yo”. ¿Todavía habrá quién se resista a admitir que si me dio por volver a Andrea Víctrix en la distopía de 2020 fue por alguna conjura literaria tramada en algún cruce del espacio tiempo?

Estaba con Rewind, de Juan Tallón (Anagrama, 2020) cuando terminó el primer estado de alarma. El libro se había publicado en febrero, el mes anterior a aquel Consejo de Ministros que lo declaró, e iba yo por la página 191 (“la vida se vuelve un disparate sin que te des cuenta, a traición”, anotaba alguien cuando ya quedaba meridianamente claro por qué un viernes de mayo se produjo una gran explosión en Lyon que cambió por completo el rumbo de los personajes de la novela) cuando daban las 12 de la noche de la jornada 98 del estado de alarma, la última antes del inicio de un verano que se presentía maravilloso aunque igual no lo fue tanto. Rewind es otra de estas historias que se me quedarán unidas al año de la pandemia. Más allá de lo que cuenta una novela, siempre permanecerá el cómo te sientes – y en qué estás- al leerla. 

Tendría que ir acabando pero me cuesta dejar atrás el año en que me llamó Madame Bovary, que me enamoré de María Castejón o descubrí el infinito con Irene Vallejó como si estuviera cayendo con Alicia tras colarnos por el tronco de un árbol. Antes habrá que nombrar a Séneca y a El arte de mantener la calma. Un manual de sabiduría clásica sobre la gestión de la ira (Koan, 2020), esa “especie de locura” que “nos hace darle importancia a lo que no la tiene en absoluto” y que, en un año como este, funciona como un manual para moverse en las redes sociales. Pero también toca recordar antes de la despedida  un libro que había empezado a leer a finales de 2019 y cuya lectura fui completando, intercalándola con otras, durante los días del confiamiento por el coronavirus. No tiene que ver con los anteriores salvo que, por su lectura en un año como el que se acaba, te hace buscar explicaciones más próximas a todo. Me refiero a Capital e ideología, de Thomas Piketty (Deusto-Planeta, 2019). El liberalismo ha muerto; ya nada es posible fuera del intervencionismo público y este año de Eres y Ertes lo evidencia claramente. En un año como el que termina no podía hacer otra cosa (y lo hice) que buscar claves de lo que estaba pasando en La peste, de Camus, en un ejemplar (prestado) de Edhasa, traducción de Rosa Chacel, marzo de 2005. Me he asomado a otros textos, a algunos por simple curiosidad, por ver cómo iban contando otras personas lo mismo que estábamos viviendo el resto. Casi ninguno es absolutamente prescindible aunque sean sólo algunos los que te marcarán y nunca olvidarás.

Todavía me quedan pendientes algunos de este año, que me miran – allá, a la izquierda de donde escribo- con ojos golosos y hasta oigo cómo me dicen “cógeme, ábreme”. Me da que el que más empeño está poniendo es Las maravillas, de Elena Medel (Anagrama, 2020) y empezaré enero con él. Hay otros que están tranquilamente en los escaparates de las librerías ajenos a que, tarde o temprano, me haré con ellos. Tendré que ponerme, también, con el primero que ha escrito un amigo periodista (La memòria esclava, de Joan Riera, Edicions Balèria, 2020) y cruzaré los dedos (nos volvamos a confinar o no) para que Vila-Matas publique libro en 2021. Al fin y al cabo, Vila-Matas (igual que sus libros y todos los libros) no se acaba nunca. Este texto, sí. Este escrito sobre el año en que me llamó Madame Bovary se acaba aquí mismo. Gacias por la paciencia, sigan devorando libros (o dejen que ellos les devoren) y feliz 2021.