domingo, 20 de agosto de 2017

La mochila de agosto



Metí en la mochila de las vacaciones el libro de Juan Cruz Un golpe de vida (Anagrama,  2017). No rehuyo el yo ,que tanta controversia despierta en el mundo del periodismo, y  me sumerjo con interés  en los libros de periodistas que  escriben en primera persona.Creo que Un golpe de vida  me ayudará  a revisar esta ‘cajadecosas’, pulir otros escritos que tengo por ahí  y  hacerles un hueco fuera del ‘blog’ .En eso estaba, después de haber pasado otro verano más por Boquiñeni, donde las campanadas del reloj de la plaza dan las horas dos veces y eso te da margen para una segunda oportunidad, cuando llegó el atentado de Barcelona
Inmediatamente todo cambia, incluso la referencia a las Ramblas  que guardaba  para recordar una  leyenda urbana, cierta o no, de un director que llegó a La Vanguardia en tiempos de Franco, se sorprendió de la gente que paseaba por ellas y lo primero que hizo fue encargar un reportaje sobre el asunto. Pero desde el 17 de agosto ya no se puede  nombrar a  la Rambla de Barcelona  sin más (ni siquiera para reforzar la idea de que nada ha pasado  hasta que se cuenta),   igual que  la  poesía es difícil  después de Auschwitz como enseñan Adorno y Primo Levi.

Reviso textos, añado y matizo  pero la actualidad manda y lo primero será dejar constancia del debate sobre el tratamiento que los medios han dado a los atentados y, especialmente,  a la pregunta sobre si la práctica totalidad de diarios impresos se equivocaron  con la fotografía de  David Armengou, de la agencia Efe,  que llevaron a sus portadas al día siguiente. Fue la misma que también eligió Ultima Hora, el periódico donde trabajo ,y que La Vanguardia recortó parcialmente por el ángulo izquierdo  para evitar una mirada de espanto y  un niño en pantalón corto  tendido en el suelo.  No viví aquella tarde lo que sucedió en la Redacción pero no me cuesta imaginarlo. Aunque el grueso de argumentos a favor y en contra se han dado en las redes (en general, periodistas ‘en activo’ la han defendido mientras que quienes no están en estos momentos en un medio de comunicación han mostrado bastante indignación)  el diario Hoy de Extremadura,  incluyó un artículo de Ángel Ortiz, sensato en  parte aunque con un hiperbólico final con el que pretendía zanjar  el asunto,  justificando la elección de la imagen.  Mi amiga periodista Nekane Domblás  comentaba que había notado mucho  "ursulinismo periodístico"  en la red.

Opino que la fotografía en cuestión merecía ser publicada  (lo que es morboso y repugnante es la exhibición constante, el detalle, el enfoque exagerado) y creo  que si todavía hay gente que almacena diarios de papel, sobre todo los ejemplares que aluden a momentos decisivos y que luego pueden ser consultados en una tarde de no hacer nada, se entendería poco o nada que no aparecieran imágenes de la barbarie. Diferente y reprobable, como también han hecho algunos medios, es haber incluido fotografías lanzadas desde  móviles  y que luego se exhibieron como trofeos macabros por la red.Nada aporta,  igual que no aporta nada  la constante repetición de imágenes en los informativos especiales de las teles. Se le escapó a una periodista a la que una cadena había ‘dado paso’ para un directo  desde algún escenario de la noticia  aquel jueves por la tarde  y todo el mundo pudo oír su comentario: “Es que aquí no está pasando nada”.

Me ha costado tomar partido, he tardado dos días en poner esto por escrito (cuando empecé a escribir,  la Rambla de Barcelona sólo era  la Rambla, o las Ramblas,  y  Cambrils poco  más que el lugar donde veranea gente que conozco de Zaragoza)  pero difícilmente podía no hacerlo si escribo de periodismo.  También añado que estoy convencido de que la controversia que debió darse en las redacciones sobre si publicar o no aquella fotografía en portada nació viciada  por una pregunta que seguro  planeó  en el ambiente y  que igual se verbalizó o no: ¿y si los otros la publican y nosotros no? Supongo que fue lo que inclinó la balanza. Sirva como reflexión inicial a la espera de que se manifiesten todas las contradicciones que llevo dentro, incluida que no vimos fotos de ninguna vícitima del 11-S  ya  que, seguramente, impactó  más la caída de las torres tras el choque de los aviones.  Y aprovecho ahora  para recoger un comentario de Juan Cruz en su libro  cuando aludiendo  a otro  asunto (el efecto que tendrán las declaraciones de un político que viajaba  en un tren)  se sorprende a sí mismo, escribiendo ‘reflexión urgente’ y cae en la cuenta de que es una paradoja. Por eso me he tomado mi tiempo sabiendo que, a partir del lunes todo volverá a ir deprisa, deprisa.

Las redes sociales lo han cambiado casi todo en este gremio. Es algo que se ha escrito o dicho hasta la saciedad y ya ha alcanzado la categoría de obviedad. Esta vez, sin embargo, me ha parecido notar una incomodidad mayor desde el periodismo ejerciente  hacia los comentarios críticos de las redes. Supongo que es el inicio del hartazgo pero , entre respuestas razonables, también se ha colado un punto de corporativismo.  Algo  positivo que tienen las  redes es que permiten controlar al que controla  y que es inútil tratar de ocultar nada, ni siquiera los debates internos de un medio de comunicación, porque todas las ventanas están abiertas. Eso facilita que se cuele mucho aire viciado pero también alguna brisa reparadora.

Ya no hay un solo Dios verdadero ni siquiera para decidir lo que es noticia y lo que  no. El periodista, o la periodista, se había puesto muchas veces en el lugar de Dios. Tal vez con el empeño de Edmond Dantès, el Conde de Montecristo, cuando proclama que, sencillamente,  le ha suplantado. Me divertí hace unos años con una reflexión de Arcadi Espada. En sus Diarios (Espasa Calpe, Madrid, 2002) incluía el siguiente texto:“¿Acaso ha dado alguna vez Dios su opinión?’, escribe Flaubert a George Sand la noche del 5 al 6 de diciembre de 1886. El ideal flaubertiano de que el autor desaparezca en el texto coincide con uno de los cánones periodísticos, de raíz anglosajona, que más frecuentemente se enseña en las escuelas. Flaubert veía su actividad como la de un dios que va disponiendo sus materiales y que con suprema indiferencia espera que estos hablen por él. No es en absoluto distinta de la visión que algunos periodistas tienen de su trabajo. ¿Qué es acaso, la voz mayestática del periódico, directa o indirectamente utilizada, ese Nosotros o Este diario ha podido saber (y qué decir del modestísimo verbo trascender con que los periodistas explican que se han enterado de algo), sino la aspiración de Dios? ¿Qué hay en el origen de la repugnancia que a tantos periodistas les provoca el yo sino una voluntad de divinización del mensaje?”

Lo curioso es que  el  empeño por la desaparición del periodista (y eso me permite volver a la senda con la que inicie el paréntesis de las vacaciones que tengo que cerrar)  sólo es comparable al empeño de éste en demostrar que ha sido el primero en enterase. Son las dos caras de una misma historia , que he podido ir constatando en este tiempo: de un lado, el intento de situarse al margen y aparentar que las cosas son las que son y que por eso se cuentan. De  otro, el malestar cuando alguien se atribuye haberlo contado antes.
  
Mientras leo el libro que llevo en la mochilla, anoto mi  teoría, no sé si equivocada o no,   sobre la relación de periodistas con textos de periodistas: que buena parte  del gremio tiende a marcar distancia, al menos públicamente porque si  admites que lees un texto, y sobre todo  si lo elogias por el modo en que está escrito más allá de si estás de acuerdo con la tesis de fondo,  corres el riesgo de  que pueda parecer que ‘ copias’ y no aportas nada nuevo.  Quizá sea una patología pero en  este mundillo se tiende a creer que somos  los primeros en todo, incluso en contar nuestra  vida, lo que ya es el colmo del papanatismo o del ego inflamado que se mueve por ahí desde mucho antes de Twitter y Facebook.

 Supongo que el día que  asuma que se puede escribir algo nuevo después de Proust, también conseguiré compartir todo lo que llevo dentro. Me ha interesado la sinceridad de Juan Cruz aunque me asuste el énfasis que pone en realzar su entrega casi religiosa al oficio y su defensa a ultranza, sin apenas un grieta que deje pasar dudas razonables,  sobre  el diario El País que, opino,  ya no es la bandera que en los años que siguieron a 1976 íbamos a buscar cada mañana a los quioscos y que un aciago domingo de diciembre de 2010  llevo a la portada del semanal a Belén Esteban y la presentó como ‘princesa del pueblo’. “¿Qué si no siento la necesidad de escribir un libro? Pues no, si hasta Belén Esteban escribe libros”, me contestó el otro día Sobral,  Gabriel Ferret, mi ácrata de cabecera, cuando le pregunté por eso.  Sobral  siempre da el  consejo oportuno (mal que le pese admitirlo),   está de vuelta de todo y que lo ha hecho todo, incluso textos que luego firmó Camilo José Cela.

Seguramente lo que me impide ver a mí el periodismo como un sacerdocio o  una religión sea el hecho de que yo escriba en periódicos sin haber  pasado por una facultad de Ciencias de la Información. Mi curiosidad es de ida y vuelta. Me gusta vivir las historias desde dentro, y hasta contarlas ( y por eso intento  recopilar lo que he vivido desde que llegué al Baleares en 1984)  pero me gusta, como estos días,  pasarme horas leyendo periódicos de papel. Cierro de momento la mochila y  el paréntesis de este verano, el tiempo en que  la reflexión no tiene que ser de urgencia, como volverá a serlo en cuestión de horas,  y la comparto en la red.   Qué, por qué y  para qué, aún  no lo sé. De momento sólo me atrevo a con el  quién  (que sería yo) y el dónde: entre Palma y Boquiñeni (Zaragoza) en  el mes de agosto de 2017, el de los atentados de Barcelona.

(PS. // Un diario, El País,  oculta hoy su portada ya que se vende encartado por la publicidad de un coche. Aún así,  compro a ciegas y me pregunto qué habría pasado si eso hubiera ocurrido al día siguiente de los atentados. ¿Se habrían tapado las fotografías? Ay, qué irrelevante puede  resultar todo, hasta lo trascendente)